Archivo de churros

El palo del churrero.

Posted in Historias del día a día with tags , , , , , on 4 enero 2019 by Jdcc

Coordenadas espacio-temporales:

bar de la esquina de la plaza de la Villa de Coín (Málaga) – mañana del día de año nuevo.

Siguiendo viejas tradiciones, después de una improvisada nochevieja intentando remontar los últimos avatares de mi vida y de ir construyendo buenos y nuevos momentos, me pongo en la cola de la churrería. Sólo un cliente delante de mí. Buena señal.

Pillo al vuelo que el churrero se llama Antonio, porque todo el mundo en el bar le habla y él solo repite la misma frase con típico acento coíno: «hay que ehperá un poquito eh!, hay que ehperá!!»

Pillo igualmente al vuelo el nerviosismo de Antonio ante la aparente avalancha de peticiones de churros, aunque mirando alrededor no parece haber más gente de lo habitual.

Por mi parte, en mi entrenamiento cotidiano de trabajar la paciencia, me limito a observar y respirar sosegadamente esperando mi momento.

La gente entra y sale, y Antonio no hace más que mirar a un lado y a otro girando el cuello y moviendo los ojos con gesto nervioso pero sin moverse del sitio. Mientras la gente le echa paciencia al asunto, Antonio parece cargarse con toda la impaciencia del mundo viendo que aquello no fluye.

Comienzo a observar que la cosa no avanza tal y como esperaba. Mientras las dos camareras no paran de un lado a otro de la barra, subiendo y bajando escaleras y atendiendo mesas a las órdenes del jefe Antonio, éste, como Napoleón, permenece inmóvil e hierático en su esquina junto a la máquina de los churros con el palo (de madera) en la mano y con su respuesta automática a cada pedido: «hay que ehperá un poquito eh!, hay que ehperá!!».

Miro el reloj y en estos cinco minutos a la cola se suman dos personas, pero una de ellas se «huele la tostá» y se va al momento. El primero de la fila se vuelve y me mira con cara de resignación y con un resoplo profundo me dice: «estoy por irme». Le sonrío amable y cómplice por la espera común, pero en el fondo por mí podría pirarse ya, sobre todo cuando Antonio le pide que le recuerde su pedido: «dieciséis más doce para llevar». Joder, mi trabajo con la paciencia se quiebra y se va a tomar por culo. Ya ni observo y casi se me entrecorta la respiración. Se me debió notar en la cara. Incluso pensé en rendirme pero ni podía ni quería ceder a la derrota.

Después de casi diez minutos de ver salir con cuentagotas algunos churros escuchimizados, raquíticos y con un color horrible y pálido, Antonio, en un halo de inspiración técnica, cae en la cuenta y grita a los cuatro vientos: «¡¡a esto le falta aceite coño!! ¡¡a esto le falta aceite!!». Enfadado con el mundo suelta el palo ennegrecido de churrero, despotrica contra todo ser vivo allí presente y, demostrando que no estaba pegado al suelo, brinca con gran habilidad por la escalera abajo y sube con una garrafa de aceite bajo el brazo. De repente, esa estatua de sal que era Antonio parece un chaval recargando la máquina con aceite y la masa. Parece otro, como poseído por una criatura del averno. Tras varios momentos de intenso ajetreo, Antonio, se pone serio (más si cabe), frunce el ceño, coge el palo de churrero, gira la manivela de la máquina de churros, y empieza a arengar a la tropa: «¡¡vamoh, vamoh, vamoh que ehto estáh aquí ya!!».

Después de casi quince minutos esperando, los churros comienzan a salir en un número y velocidad incontables, y con un grosor y un color espectaculares. A la gente, que empezaba ya a protestar por la espera, como a mí, se le hace la boca agua. En menos de cinco minutos había despachado ya a todo el personal, incluido a mi predecesor, sí, ese improvisado mayorista de churros de los dieciséis más doce y, por fin, mi turno: ¡seis por favor!.

Según la escala ascendente de Osho existe el placer, la felicidad y la dicha. Sin duda, éste último nivel debe parecerse mucho a la sensación del momento en que me entregó la bolsa con mis churros.