Fragmento del texto: Viajes de ida y vuelta.

De las ruinas de la capital del imperio a la conquista de la Dacia.

Cada vez que viajo me ocurre lo mismo. Me conquista esa sensación de pertenecer a todos los sitios y se  enfrenta con el simultáneo y contradictorio sentimiento de no ser de ninguno. Diferentes costumbres y lugares distintos pueden suponer en realidad las mismas herramientas que construyen puentes que nos unan o, por contra, que cierren caminos que nos acercan, y es que muchas veces las diferencias son el perno que une las bisagras de lo humano, de lo que en esencia somos.

07/06/2012

Cuando escribo estas palabras es siete de junio de dos mil doce. Lugar, el espléndido jardín de la casa de mis suegros, donde al atardecer de esta magnífica tarde de verano, disfruto del sabroso vino fermentado por Virgil.

 Hoy escribo más tranquilo, cuando todo ha pasado. Una de la experiencias más impactantes de mi vida, de la cual no hablaré hoy.

 En un estado de ánimo que definiremos de….. contradictorio, se me viene a la mente una pequeña historia que me ocurrió el otro día camino del trabajo.

 Llegaba a la altura de una pedanía llamada Villafranco del Guadalhorce, la cual debo atravesar cada mañana. Todavía no había amanecido pero el sol comenzaba a romper el negro del cielo atravesándolo con múltiples matices. En un momento determinado del camino, la carretera se estira y transforma en dos grandes rectas que forman un ángulo recto entre sí justo en una zona elevada de terreno donde te permite tener buena visibilidad sobre todo el tramo. Circulaba al principio de este tramo cuando de repente focalicé la vista justo después de la curva que hacía de vértice y percibí algo extraño en la carretera. Al aproximarme a la curva pude empezar a descifrar la escena: en la mitad derecha de la calzada permanecían estáticas dos perros de tamaño medio. No sabría precisar las razas, ni es un dato relevante. La cuestión es que estos dos rodeaban, como custodiando, a un tercero que se me presentó tumbado en la calzada. Lo percibí herido, moribundo, desamparado. La sensación se tornó confirmación al acercarme al punto donde se encontraban. Al tomar la curva me los topé de frente. El perro moribundo estaba herido de muerte, y apenas podía despegar su cabecita del suelo. Los otros lo olfateaban y lo rozaban con el hocico con cariño y tristeza a la vez . Tuve que esquivarlos, entre otros motivos porque ninguno se apartó a medida que me aproximaba. No hicieron ningún gesto en tal sentido. Tuve la sensación de que lo escoltaban, como queriendo protegerlo de cualquier peligro, de que pretendían apartarlo del camino, reanimarlo, recuperarlo, retrocederlo al justo momento en que corría junto a ellos. En cuestión de segundos tuve que esquivarlos. Aunque aminoré la marcha para intentar fijar la sorprendente escena en el retrovisor, a los pocos segundos recorrí la segunda recta que prolongaba mi camino y los fui perdiendo de vista.

    La escena se me quedó grabada. Me impresionó la forma en que los dos animales permanecieron junto a su compañero sin mostrar duda, sin apartarse, sin intimidarse, sin inmutarse, intentando ayudar al que estaba desahuciado.

  Me llamó tanto la atención que después de un mes me he visto en la obligación de hablar de ellos, después de mi experiencia de ayer, esa de la que me niego a hablar hoy.

   No conseguía apartarlos de mi retina ni de mi memoria, más aún cuando de un tiempo a esta parte, compruebo a diario como muchas personas conocidas se me aparecen como una caterva que tiende a devorar y arrasar todo aquello que pretenden con una avaricia animal sin importar el qué, quién, cuándo, cómo o por qué. A ese tipo de personas, aplicarles o relacionarlos con la palabra animal, será un insulto… para los animales.

   Querría dedicar estas palabras a Rajah, a Lucy y a Didi, a todos, por haberme  descubierto y enseñado de tan cerca a conocer el lado más humano de los animales a través de ese instinto que rompe la barrera que separa lo humano de lo animal… pero cómo ellos nunca leerán estas palabras, sean remitidas pues, junto con el sentimiento que me embarga a sus respectivos responsables. Gracias especialmente a Stella, que ahora comparte un trozo de firmamento allá en la eternidad de la esquina derecha del jardín después de arrancarme bruscamente un pedazo de mi corazón para siempre.

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